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Por: Héctor Medina Varalta
Don Miguel Nande se encontraba en la antesala de la Gloria pues, esa noche su carrera terrestre había concluido. Cuando el Señor escudriñó el Libro de la Vida Eterna, se Espíritu resplandeció más que de costumbre.
- Hijo mío, tu nombre está impreso con letras de oro. Veo con agrado que los talentos que te di, los multiplicaste. Así que, pasa, en mi reino tengo dispuesta una morada para ti.
Lo que Dios mencionó habría hecho feliz a cualquier mortal, menos a don Miguel; estaba frustrado, pues todo lo que se propuso como meta lo logró, excepto una cosa: ser torero. Don Miguel, creyéndose indigno de entrar al Paraíso, le suplicó que le permitiera regresar a la Tierra para convertir su sueño en realidad. Al escuchar aquella petición, el Ser Supremo sonrió y dijo:
- Hijo, pero si haz sido uno de los mejores toreros de tu tiempo.
- ¿Torero, yo? Señor, debe haber una equivocación; sólo fui un próspero comerciante.
- Si me escuchas me concederás la razón: cubrí tu alma con un traje de luces. Tu cabeza fue ceñida con la montera de la voluntad. Te entregué un capote para hacerle frente a la adversidad y con él realizaste tus mejores faenas. Con el estoque le diste muerte a las ideas negativas que algunas veces te atemorizaron. A tus pies los calcé con las zapatillas de la bondad y con ellas recorriste el redondel de la vida: en cada paso dejaste tus huellas claramente impresas, de modo que todos pudieran verlas y tener la certeza de que tú, sin vana palabrería ni aspaviento alguno pasaste por él. Además, “cortaste muchas orejas”: tu oficio abrió fuentes de trabajo, endulzando así la vida de tu prójimo; y gracias a tus nobles servicios tuviste felicidad y abundancia. Te di una compañera y supiste prodigarle amor, dicha y respeto. Tuviste hijos y los condujiste por el buen camino; amigos, y los amaste como a hermanos. Por lo tanto, tus bondadosas acciones te convirtieron en torero celestial.
- Oh, Señor, ¡qué privilegio!
Entonces, Dios suspiró para agregar con tristeza:
- A todos mis hijos les concedo los talentos taurinos que a ti te entregué. Pero algunos se enfrentan con temor a la adversidad en el ruedo de la vida, sucumbiendo a la más leve embestida, sin siquiera utilizarlos.
De pronto, un ángel interrumpe al Creador.
- Padre, aquí tienes el capote que solicitaste.
El Ser Supremo tomó entre sus manos la prenda taurina y se acercó a don Miguel.
- Hijo amado, cubro a tu alma con este capote de lujo, símbolo de tu eterna estadía en el Paraíso.
Poco después, don Miguel Nande se paseaba por la Gloria, y mientras saludaba a la multitud celestial se dejó escuchar el pasodoble “Cielo andaluz”. Los ángeles lo ovacionaban:
- ¡Torero!... ¡Torero!... ¡Torero!
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6/3/10
El torero
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