Cuento basado en el Capítulo V de San Juan
Por Héctor Medina Varalta
Un sábado a muy temprana hora, Jesús y los doce apóstoles entraron a Jerusalén por la Puerta de las Ovejas. Cerca de ahí se encontraba Betsaida, un estanque de aguas curativas, cuyas márgenes estaban concurridas de enfermos: ciegos, mudos, cojos, epilépticos y tullidos, esperaban bañarse para recuperar la salud, porque según creían, que a cierta hora bajaba un ángel del cielo para esparcir poder sanativo en las aguas, y aquel que primero se bañara en ellas quedaba curado.
Un tanto alejado del estanque, yacía en el suelo un paralítico que se llamaba Zebedeo. Al pasar Jesús frente al enfermo detuvo sus pasos y dijo:
- Hermano mío, ¿qué haces tan alejado del estanque sanativo? ¿Acaso no quieres ser aliviado de tus males?
Ignorando de quién se trataba, Zebedeo levantó la mirada y con tono de autocompasión, le contestó al Hijo de Dios:
- Tengo treinta y ocho años deseando sanar. Más nadie en todo ese tiempo me ha prestado ayuda. Por eso mi vida es triste, miserable y sin esperanza. Me siento como un barco que navega en medio del tempestuoso mar de la vida: con el timón roto y sin rumbo fijo.
A Jesús le resultó inconcebible que por treinta y ocho años, nadie fue capaz de ayudarlo a entrar al estanque. El Cristo contempló bondadosamente al paralítico; sus divinos ojos habían escudriñado aquel corazón, descubriendo que Zebedeo deseaba inconscientemente permanecer enfermo, ya que le era conveniente y ventajoso, presentar ese estado lastimero para recibir conmiseración y limosnas: ¡Zebedeo tenía miedo de enfrentarse a la vida!
- ¿Y durante esos treinta y ocho años pediste ayuda?
- Para qué. Los enfermos que vienen aquí, ansían lavarse en las aguas del estanque y por temor a que la sanidad huya de ellas se olvidan de mí, quedando como me ves: un miserable tullido, que no puede, ni siquiera ahuyentar a las moscas de su rostro.
- Si realmente has deseado recuperar la salud... ¿Por qué
razón no le pediste a una persona sana para que te ayudara a entrar en el estanque? Pues con seguridad te hubiera auxiliado.
Las palabras del Galileo, removieron en el alma del inválido la mediocridad que lo mantenía enfermo. Sin embargo, Zebedeo, con voz temblorosa pretendió justificarse.
- E... es que debido a las hediondas llagas que cubren mi cuerpo, la gente me tiene asco. Y no la culpo; ni yo soporto la fetidez.
Jesús, consumado conocedor de la naturaleza humana se dio cuenta del tono de autocompasión en las palabras del tullido.
- ¿Y qué me dices de los enfermos que han salido sanos de las aguas? ... ¿Tampoco a ellos les pediste auxilio?... ¿No crees, que como agradecimiento a Dios te hubieran prestado ayuda?
Zebedeo permaneció unos instantes sumergido en profundo silencio. La pregunta de Jesús había apretado la llaga interna, haciendo que el enfermo se estremeciera. Con voz balbuceante, Zebedeo trató de nuevo justificarse.
- E... es que Dios envía a su ángel al estanque para que derrame virtud sanativa sólo para algunos, pues cuando el primer enfermo que entra, sale sano, la virtud se retira de las aguas.
Jesús contempló a Zebedeo con una mirada que mezclaba compasión y dulzura. Y aunque de sus labios había brotado la cruda y amarga verdad, ésta no llevaba reproche alguno. El Mesías levantó los brazos, elevó la mirada al cielo y dijo:
- Dios no envía a ningún ángel a derramar su poder de sanación en el estanque sólo para el beneficio de unos cuantos. Por la sencilla razón, de que Él no tiene escogidos. Pues, para Dios todos sus hijos son iguales. Si verdaderamente quieres sanar, sólo tienes que abrir una frágil puerta, cerrada con un fuerte candado: esa puerta es la Esperanza; el candado la incredulidad; y la llave que lo habré, es la Fe. ¡Usa esa llave! ... ¡Abre el candado! ... ¡Empuja la puerta y hallarás a Dios! ... Y al encontrarlo, ¡sanarás!
El inválido levantó la vista. Las palabras del Cristo habían trasmitido a su mediocre alma una dosis de confianza.
¿Cuál es el requisito para ser merecedor de esa llave?
El único requisito, es que le entregues a Dios tu barco, que simboliza tu vida; y el timón, que representa tu voluntad. Sí, Zebedeo, ¡no te resistas más! No esperes otros treinta y ocho años. Entrégale a Él sin ningún temor cuanto te he dicho, que Él te guiará en todo trayecto, solucionará todos tus problemas, y en lo sucesivo, será para ti una fuente de inagotable fortaleza, que tú, en este momento no puedes concebir.
El enfermo, conmovido por las palabras de Jesús lloró de emoción.
- Ignoro quién eres ni de donde vienes; sólo sé que tus palabras han sido como un bálsamo para mi dolorido espíritu, y creo cuanto has dicho.
Jesús posó su mano en la cabeza del inválido y dijo:
- Conforme a tu fe, sea hecho. ¡Levántate Zebedeo, recoge tu camilla y anda.
Zebedeo sintió un extraño calor recorriendo su cuerpo, sus huesos crujieron en las articulaciones, y una sensación de bienestar nunca antes sentida se apoderó de él... ¡Había recuperado la salud perdida!
Poco después, Zebedeo recogía su camilla y se alejó como si nunca hubiese estado tullido. Sus gritos de contento se escuchaban por doquier:
¡Sano...! ¡Estoy sano! ¡Alabado sea Dios!
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