La investigación de Ernesto Piedras Feria, publicada por la Sociedad de Autores y Compositores de México, la Sociedad de Escritores de México y la Cámara Nacional de la Industria Editorial, es un esfuerzo valioso que descubre un territorio hasta hace poco inconcebible, el poder económico y social de las industrias culturales y su papel tan central como ubicuo. El autor adelanta en el prólogo lo que su estudio comprueba: la contribución de los sectores culturales y artísticos de forma a la vez creciente y sostenida a la economía nacional, su capacidad para generar empleo de calidad y altamente productivo, su sitio en las exportaciones, y el surgimiento de efectos multiplicadores y externalidades positivas. Piedras afirma: el sector cultural mexicano, lejos de ser un pozo sin fondo que requiere de constantes aportes públicos, posee ventajas comparativas de importancia, en los sectores de la música, la edición, el audiovisual y las artes plásticas.
Piedras examina con destreza el sentido de estas ventajas comparativas y la significación económica, y los otros miembros de esta mesa redonda examinarán el libro en su calidad de expertos. Me concentro entonces, previa felicitación al autor, en lo concerniente a los efectos multiplicadores y las externalidades positivas.
Punto uno. Lo más inconsistente en la argumentación de la Secretaría de Hacienda es la idea de la cultura como pozo sin fondo, valoración que califica el patetismo gubernamental, que parece obedecer a la etapa más lamentable del marxismo vulgar, y su idea de la cultura como algo superestructural. Al apoyar el arte y las humanidades, al entregar los subsidios a las universidades públicas (subrayo públicas por el intento de patrocinadores de ProVida como el señor Luis Pazos, obstinados en el subsidio a las universidades privadas), al fortalecer el sistema de bibliotecas, al becar estudiantes en posgrados de humanidades y ciencias sociales, al estimular la difusión cultural, el Estado y los gobiernos, desde el federal hasta los municipales, no hacen sino cumplir su deber más estricto.
Me parece magnífico rebatir la idea del gasto superfluo con los datos de una zona inesperada de la economía, pero estoy convencido de un hecho: la cultura entendida sobre todo como el conocimiento y la divulgación de las creaciones importantes y significativas, en ningún caso es superflua. Hay desde luego gastos injustificables en la burocracia y el derroche, recordemos los caprichos de los gobiernos de Echeverría, López Portillo y Salinas, y examinemos los derroches de entonces y ahora, pero éste es un problema de la burocracia en términos generales, no de la cultura, y es un problema de la corrupción de la mentalidad que usa del exceso para privatizar el presupuesto público. A esta burocratización rampante se le responde con una administración racional, y no culpabilizando a la cultura. Insisto: no hay gastos superfluos en cultura, hay la irracionalidad que cubre a todo el aparato de gobierno, política monstruosa que no ha disminuido en lo mínimo el gobierno del Cambio.
Punto 2. La responsabilidad del Estado ante la cultura se cumple muy mal desde el principio si los funcionarios y los políticos son alérgicos a la lectura, la música clásica y la gran música popular, el ballet, las artes plásticas, el teatro, el gusto por la arquitectura y el conocimiento de aspectos primordiales de la ciencia. No es una paradoja cualquiera: los encargados de aplicar y jerarquizar los presupuestos culturales son personas que no valoran de modo mínimamente conveniente la función colectiva y personal de la cultura Por mi formación religiosa no digo la Iglesia en manos de Lutero, y me conformo con un la Reforma en manos de Loyola. ¿Cómo es posible que el Señor Secretario de Hacienda se permita el lujo, al argumentar a favor del gravamen a las revistas de decir: El pueblo mexicano lee muy poco, y cuando lo hace lee comics pornográficos? No sé que obtenga el licenciado Gil Díaz de su paso por las librerías, y de su examen telepático de las conciencias, pero sus conclusiones son la de un jamás lector. Y el Señor Presidente de la República antes de serlo, en un acto de campaña con intelectuales en el Poliforum, afirmó, y la cita es textual: A diferencia de ustedes, que se formaron leyendo libros, yo me formé viendo las nubes. Poético pero insuficiente.
Un ejemplo de pilón para acudir al habla sexenal. Don Carlos Medina Plascencia, todavía en funciones de gobernador de Guanajuato, al preguntarle un reportero sobre sus lecturas, contestó: No le puedo contestar porque me cambié de domicilio y tengo mis libros en cajas. Y ante la pregunta de hace cuánto se cambió, responde Medina Plascencia: Hace seis años. Los ejemplos podrían multiplicarse, lo cierto es que el criterio de evaluación de la cultura no suele estar y seré suave en las manos convenientes.
Punto 3. Lo primordial del asunto es lo corroborado y sustentado en cifras por Ernesto Piedras: el uso de la cultura como construcción de la persona (espiritual o humanista, como se quiera) y como instrumento de movilidad social. Esta etapa de la vida mexicana se distingue por la cerrazón casi absoluta de la movilidad social, y por eso la movilidad que otorgan las industrias culturales es a un tiempo cultural y social. Muchísimos jóvenes, especialmente, con lecturas, conciertos, exposiciones, obras de teatro, recorridos por la ciudad de la gran arquitectura, destruyen el cerco que les tiende el clasismo monstruoso que padecemos.
Por eso importa demostrar la rentabilidad de lo cultural que además de lo esencial, su validez intrínseca, no es un hoyo negro de la economía como sí lo son Fobaproa y la publicidad gubernamental.
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