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17/1/10

La crisis económica y el pensamiento positivo

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Por: Héctor Medina Varalta

En octubre de 1928, el presidente de Estados Unidos Herbert Hoover había dicho: “Nada amenaza el sistema de vida del ciudadano norteamericano” y así parecía. Tener un automóvil Ford, subir a él con toda la familia para ir de pesca los fines de semana era algo realmente alcanzable con poco esfuerzo. De acuerdo a una estadística de ese entonces, la Asociación Nacional de Sastres sugería que, un americano medio necesitaba 20 trajes, 12 sombreros, 8 gabanes, 24 pares de zapatos; además, cada año debía adquirir un smoking cruzado, otro recto, e innumerables prendas ligeras. Por otra parte, las revistas anunciaban abrigos de mujer de cibelinas rusas a 50 mil dólares.
El presidente de la General Motors, John Raskob, decía que todos deberían ser ricos, pues la fortuna estaba al alcance de cualquiera: “Quince dólares-aseguraba-invertidos cada mes en la bolsa, pueden gracias a la acumulación de los dividendos producir en veinte años 80 mil dólares, o sea 400 dólares de renta mensual”.

El principio del fin
El 23 de octubre de 1929 se produjo un fenómeno inquietante: algunos ciudadanos en la cúspide del bienestar económico, leyeron sorprendidos que sus acciones habían bajado. Acostumbrados al lujo y confort que da el dinero, se asustaron y llamaron apresuradamente a sus agentes de bolsa, quienes explicaron a sus clientes que las acciones habían bajado porque algunos “tenedores” que necesitaban dinero habían vendido sus paquetes para convertirlos en dólares constantes y sonantes. Al día siguiente, una multitud se congregaba en la esquina de Brodadway con Broad Street, en donde se encuentra la Bolsa de Nueva York. Una muchedumbre nerviosa trataba de acercarse a las 19 taquillas de compraventa. Todos querían vender sus acciones. Sobre el tablero eléctrico, a la altura del primer piso, aparecían las cifras luminosas que iban marcando inexorablemente el hundimiento de valores que pocas horas antes figuraban con precios de alza en dólares. Aquello que estaba ocurriendo representaba la ruina de la economía norteamericana y era necesario detenerla.

Esperanza fugaz
A la una de la tarde, Richard Whitney, agente de cambio de la Morgan y vicepresidente de la Bolsa, atravesó la calle y entró. Whitney se dirigió a la taquilla de acero y compró a la vista de todos 25 mil acciones de la US Steel a 205 dólares cada una. Después se detuvo en otra taquilla para comprar 10 mil acciones, se había hecho el silencio. En cinco minutos había invertido 30 millones de dólares. El efecto psicológico que produjo la ostentosa compra, fue tranquilizador, pero a las 3 de la tarde cuando sonó la campana anunciando el cierre de las operaciones el mercado estaba al borde del abismo.
El presidente Hoover se reunió con la prensa e hizo declaraciones: “Los negocios fundamentales del país reposan sobre bases sólidas... sólo la histeria es responsable del pánico”. Pero apenas salieron los periodistas, el presidente se avalanzó sobre el “telex” para seguir el curso de Wall-Street.

La gran depresión
Sin embargo, pese a los pronósticos de Hoover, cuando sonó la campana el día 29, la baja llegaba a 16 mil 410.030. en unas cuantas horas, 30 mil millones de dólares se habían desvanecido. El secretario de comercio Julius Klein, habló por radio a la nación, pero los comentaristas dijeron que muchos que eran millonarios hacía una semana, no habían podido escuchar el discurso porque habían tenido que vender el radio para poder cenar.
Ocho semanas después del derrumbe de la Bolsa de valores, 4 millones de trabajadores estaban sin empleo. Los albergues gratuitos estaban permanentemente llenos y los lugares donde daban sopa, ahora sólo daban una taza de café y pan. En realidad, el panorama era desalentador.

La pobreza, una enfermedad mental
De acuerdo a algunas investigaciones proporcionadas por Charles-Albert Poissant y Christian Godefroy, coautores de “Mi primer millón”, “la pobreza, la frustración y la humillación de nacer pobre han sido el fermento de varias fortunas asombrosas. Lo cual probaría si hiciera falta, que la modestia de los orígenes no condena a nadie a la mediocridad y que la pobreza no es hereditaria. En el fondo, como se dice, y aunque esta expresión pueda resultar chocante, la pobreza es, en muchos casos, una enfermedad mental”. Si retrocedemos en el tiempo, podemos leer en los periódicos de 1929 numerosos suicidios debido a la caída de la Bolsa de valores. Sin embargo, la vida misma ha visto nacer en medio de la pobreza a grandes hombres.

Un buen ejemplo, Conrad Hilton
En 1907, una crisis financiera sacudió a Estados Unidos. El padre de Conrad, Gustavo Hilton estaba en la ruina cuando soñaba convertirse en un próspero hotelero. Gustavo les había dicho a sus hijos: “No tenemos un centavo. Ya antes he estado en esta situación y no me asusta. Su madre-quien había enfermado de gravedad-está sana otra vez y eso es lo único importante. Pero debemos subsistir. Los estantes del negocio están llenos de mercadería y tenemos que comer por algún tiempo. No corremos riesgo de pasar hambre. Pero tenemos que volver a levantar la cabeza. ¿Se les ocurre alguna idea?”
El joven Conrad contestó con calma: “¿Por qué no utilizamos cinco o seis de los diez cuartos de la casa y los alquilamos, como en un hotel? Esta ciudad necesita un hotel. Tal vez al principio no tengamos clientes pero al final la noticia se va a difundir y entonces todo marchará solo. Las niñas y mamá pueden encargarse de la cocina, yo me ocuparé de los equipajes. Podemos alojar a varias personas por habitación. ¡Y a 2 dólares y medio por día, creo que podría irnos muy bien!”

Empieza el negocio hotelero
Evidentemente, el problema era encontrar clientes. Fue el principio de un periodo de trabajo colosal para el joven Conrad. Su madre y sus hermanas se ocupaban del hotel mientras él y su padre seguían con el negocio. Conrad se levantaba a la una madrugada para ir a la estación del ferrocarril a buscar clientes. Llevaba las valijas, les asignaba habitación, verificaba si tenían toallas, jabón, sábanas, tomaba nota del desayuno y de la hora que querían que los despertara. Luego dejaba las notas de manera que las viera su madre y sus hermanas y volvía a repetir el mismo trabajo con el tren de las tres de la mañana. Cuando se instalaba por fin el último pasajero, Conrad podía dormir otro poco, hasta las 7, cuando se levantaba para volver al negocio, a las ocho.

Siempre habrá crisis
En 1965, la sociedad creada por Hilton, con sus accionistas el Shah de Irán y Howard Hughes poseían 61 hoteles en 19 países, es decir 40 mil habitaciones y 400 mil empleados. ¡Hilton controlaba personalmente el 30% de esa enorme facturación evaluada en más de 500 millones de dólares! Era la ilustración flagrante de ese principio que afirma que nunca hay que abandonar las ideas frente a la incredulidad de los demás.
Pero nos encontramos ante una severa crisis económica, tal vez se diga. En efecto, pero también la vivieron nuestros padres, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, etc, etc., y la sobrepasaron. Además, siempre las habrá, y también existirán hombres de la talla de Conrad Hilton que no importándoles las crisis económicas, por graves que estas sean, edificarán grandes emporios en beneficio de la sociedad.

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